domingo, 22 de febrero de 2009

Lo innombrable

“ ... Era una tarde como todas las que recuerdo de aquellos días.
Vislumbro ... el gris indefinible de cierta calle empedrada. Las pequeñas piedras de contornos gastados señalando un camino desparejo, hacia donde se alzaban las baldosas blancas y azules de una vereda inconfundible.
Todavía conservo la tibia alegría de un sol interminable, el verano coloreando el frente de la casita baja y modesta, el resplandor sobre una puerta de chapa color blanca que aguardaba satisfecha en el umbral de mármol negro.
Hacia adentro ... la oscuridad de un pasillo, la frescura del patio, el hábito inmediato de mirar hacia la pieza contigua y desolada.
Un pequeño trencito merodeaba alegremente los rincones del patio, inaugurando el silencio de una ausencia temprana, irreparable y definitiva.
Lejanas y solitarias estaciones de mi infancia aún me acompañan desde aquellos días ... y todavía hoy anuncian la marca indeleble de un temor innombrable.
He dicho que era una tarde como todas las que recuerdo de mi infancia. Pero creo descubrir en los recovecos de mi memoria que el tiempo o quizás el olvido han disuelto mis tardes en esa sola ... y la imagino soleada, infinita y definitiva.
Asombrado por el misterio (un descuido de quién sabe quién o a lo mejor un capricho del azar) ... de aquella silenciosa tarde que me sorprendió simplemente solo y parado inexplicablemente en la vedada vereda de enfrente de la que debió ser mi casa. Me adivino callado e impaciente, con el alma todavía desnuda y la piadosa inocencia de mis cuatro años.
Aún me veo esperando ... con la creciente inquietud del nene que no tiene permiso para cruzar la calle solo ... pero por encima de todas las cosas, sintiendo un repentino temor por la necesidad de hablar, estrangulando el aliento, ocultándome detrás de la nada, para no dejar al descubierto la humillante vergüenza que presentarían mis labios al tener que pedir a quienes pasaban a mi lado ayuda para cruzar.
Me veo pensativo, solitario y silencioso ... disimulando la angustia que me producía el quedarme mudo y estancado ... saboreando expectante la proximidad del empedrado gris que ya no existe, la inconfundible vereda de mis primeros pasos, la delgada puerta de chapa color blanca que se iba cerrando lenta y definitivamente, y detrás de la cuál, según me cuentan, todos, todos (aún el que ya no estaba) me aguardaban.
La tarde disolvía su último resplandor, ensayando sus colores más tenues ... en mi cuadra se anunciaba la presencia de un crepúsculo casi melancólico, que caería vencido sobre la vereda sin nombre.
Y finalmente ... no pude ir al encuentro de los que estaban enfrente ... en la vereda sin nombre me quedé temeroso y angustiado ... con la palpitante impotencia del que cree que no puede hacerse valer ... con la enorme humillación del que por incapacidad prefiere quedarse solo y callado ... y de verdad ... juro que de verdad ... aquella vez hubiese dado cualquier cosa con tal de que nadie ... nadie más en el mundo supiese que había algo en mí que me humillaba.
De repente alguien se acercaba a mi lado y sin detenerse ni preguntarme nada seguía su rumbo mansamente ... y luego se acercaba otro y después otro ... entonces yo colmado de vergüenza los miraba sin mirarlos ... y con el corazón retumbando ensayaba mover los labios despacito como si lo hiciese por primera vez ... pero al final no decía nada.
Sentía que la boca se me hacia cruel ...
Sentí la marca indeleble de un temor innombrable ...”.

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